¿Quiénes se encargan de los cambios?

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Reproducimos de la publicación web “Palmi Guia”, para los lectores de un municipio que se dice con vocación educadora, esta columna de opinión de nuestro apreciado y permanente columnista Luis Fernando García Núñez, sobre la revolución educativa que se plantea en el país.
 
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“Una revolución en la educación solo la pueden hacer los que saben de educación, los que desde hace años se levantan muy temprano a trabajar sin el reconocimiento que merecen, y lo hacen con fe, con vocación, con sensatez, con decisión”.

 

Que alharaca y cuantos desatinos en esta mal llamada innovación educativa. En el 2025 seremos el país más educado de la región: vamos a cambiar, a darle un revolcón a la enseñanza en el país. Volveremos a la jornada única y no sé cuántos eslóganes más han salido en estos días de promesas, de vendimia, de exagerada y precipitada confusión. Dan un poco de pena estos funcionarios con cara de circunstancia, como sin saber qué hacer, como si ya supieran que el cambio, el de verdad, no se hace así, ni nace de la manera en que lo están planteando.

El problema no es solo de plata, de ideas, de discursos. Vamos más allá. Este inusitado desconcierto solo nos prueba que desde hace muchos años el Ministerio de Educación no existe para concebir la formación legítima de los miles de millones de colombianos, sino como un instrumento burocrático en manos de personas que poco o nada saben del tema: figurones de cierta talla “coctelera”. Nada saben, para ser más exactos. Son esas cuotas burocráticas y de género que deben cumplir estos mandatarios tan poco interesados —e ilustrados— en cumplir metas y destinar los jugosos presupuestos en verdaderas políticas públicas en pro de la educación nacional.

Las pruebas de esta afirmación están ahí. Están en los debates, en los comentarios de la actual ministra que en el Congreso advirtió que “Colombia es el país de América Latina que menos invierte en educación. ‘Eso es importante que este Congreso lo sepa'”, dijo y recordó “que la OCDE afirma que Colombia es el país que menos invierte en educación”. Casi nada. Y luego se lavan las manos con la misma hipocresía con que disparan la culpa a los maestros, a los gobiernos locales que, sin duda, tienen su cuota en el desastre y no tan pequeña como ellos creen. Pero el problema, insisto, va más allá de estas afirmaciones, de estas tardías lamentaciones, de las estadísticas, de los ofrecimientos. Este desastre está en otras contradicciones, en otras dimensiones del proceso educativo.

Por eso mismo, pregunto ¿quiénes se van a encargar de los cambios en la educación?, ¿cuántos verdaderos expertos en el tema educativo tendrán a cargo esta “revolución”?, ¿cómo presentarán esos novedosos cambios?, ¿qué estrategias se siguen y a quiénes convocan para que desde su sabiduría y su experticia propicien la renovación?, ¿no será una pequeña convocatoria de amigos y yupis desviados, expertos en contratos y contratitos?, ¿será que en esos cambios que nos prometen van a echarle guante al presupuesto para crear más viceministerios y secretarías generales y cargos de dirección para, durante cuatro años, tratar de cambiar la historia, la negra historia, de la educación colombiana?

El panorama no es alentador. Conocemos bien cómo se hacen los revolcones, sabemos que, desde ya, los lobistas del muy poderoso gremio de colegios y universidades privados, estará tras los poquísimos miles de millones que han destinado con tanta alboroto para el sector, con tanta pompa como disimulo, pues poco cambia este presupuesto nacional tan marcadamente publicitario, mediático y mentiroso en su realidad. Aquí el decoro de los propietarios de colegios es lo de menos: no hay decoro. No es, lo sabemos con plenitud, el relamido lema de “sin ánimo de lucro”, sino el ya popular de “sinónimo de lucro”. Todos, hasta los más barbilampiños, lo saben de sobra. Poco hay que probar, poco hay que demostrar. Ahí están los lujos de estos prohombres y promujeres que tienen el mismo poder, o más, que ministros y ministras, y sí, algunos, una ignorancia en temas educativos que nos empaña el alma. Y en manos de ellos el destino de millones de niños y niñas, de jóvenes ansiosos de buscar otro rumbo.

El tema se puede alargar. Las evidencias son fehacientes, no solo por la catástrofe de las poco mentadas y comentadas pruebas Pisa, ni por el desprestigio de la educación colombiana en el mundo globalizado, a pesar de los esfuerzos denodados de individuos que han ganado posiciones meritorias en el mundo académico y científico —porque lo han hecho afuera—, sino por la forma como se maneja el tema educativo y cultural del cual dependen la ciencia, la tecnología y el desarrollo científico. Mientras la educación siga siendo el negocio que es, nada tenemos que hacer, nada hay que transformar, nada hay que revaluar. Además del suculento negocio de las drogas y las armas, y los bancos y la minería, está el de ser propietario de colegios y universidades. Esa es la nueva élite, y ella manda y demanda, se opone y ordena. Sobre todo, se opone.

Una revolución en la educación solo la pueden hacer los que saben de educación, los que desde hace años se levantan muy temprano a trabajar sin el reconocimiento que merecen, y lo hacen con fe, con vocación, con sensatez, con decisión. Este es el llamado. Convocar a quienes desde hace años luchan por educar a estas nuevas generaciones, anhelantes de otras perspectivas, esperanzadas en que el camino no sea este tortuoso y desesperante en el que viven. No quieren promesas, sino hechos. No quieren más humillaciones ni más caídas, ni más improvisaciones, ni intolerancia, ni más matoneo.

Una convocatoria que tenga la suficiente capacidad de producir un documento revelador de diagnóstico y en él la cura a este cáncer que se lleva, o se llevó, nuestro viejo prestigio de educados al abismo del fracaso, del desastre, de los cocteles y las apariencias. Una convocatoria que pueda, y tenga, el suficiente carácter para instruir a quienes gobiernan, sobre lo que se debe hacer: así, en imperativo: debe hacer. A esa convocatoria deben acudir, por lo tanto, los que educan. Los que saben qué es educar y cómo se debe hacer en estos momentos en que nos ganó la vida fácil, la doble moral, la impunidad, el odio, el egoísmo, la infamia, la grosería. Un comité de notables que no tenga ninguna aproximación con los que desde hace años trafican con la educación.

Propongo desde esta tribuna que a la educación le pongamos la atención que merece, pero que sea un proyecto de gente honesta y dispuesta a darles a los hijos y a las nuevas generaciones la vida que merecen en un mundo menos enriquecido y más sabio. Poco ahora, pero mucho para el mañana de nuestros herederos. Tendremos el suficiente valor de emprender esta última tarea, antes de que los dilemas del dinero y el poder terminen de amilanar el destino provechoso de los seres humanos. Queda la propuesta, para que no digan luego que no se hizo. Y quitémonos de encina esa pifia mediática de ser, en el 2025, el país más educado. No lo necesitamos, ni lo necesitaremos. Allá llegaremos sin tanto ruido, despacio y honradamente.

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