Cambiar, si, pero sin atropellos.

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El país se encuentra en una situación muy difícil y buscar culpables o negar esa dolorosa realidad en este momento no tiene ningún sentido. 

Por Alberto Conde Vera | Opinión | Columnista |
 Que yo recuerde desde el gobierno de Alfonso López Michelsen ningún gobierno, por sus características, había contado con el respaldo popular que se le ha bridado al actual presidente Gustavo Petro. ¿Vale la pena desperdiciar esta oportunidad, como se hizo en aquel entonces, tratando de hacer escándalos políticos, en lugar de permitir que las autoridades competentes realicen tranquilamente las investigaciones correspondientes?

Me parece que, como lo ha planteado el presidente de la República, este es un momento para la propuesta y la búsqueda de nuevas y eficientes salidas a la densa problemática nacional. 

Es un momento para las propuestas que solucionen y no para las luchas políticas oportunistas. 

Hay que abandonar el electoralismo; es decir, la tendencia que supone que el solo triunfo electoral es suficiente para producir todos los cambios que necesita Colombia. La votación mayoritaria fue sin duda para buscar un cambio; de modo que deberemos dejar que este fluya en lugar de obstaculizarlo.

Ahora bien, aprendí desde mi juventud tres principios que son, en lo personal, la base de todo cambio social: el primero enseña que absolutamente todo está en movimiento y se desplaza a su propio ritmo en una determinada dirección que es imprimida por las acciones de los humanos que. Participan consciente o inconscientemente en los distintos procesos que implica ese movimiento.

Segundo, los procesos no son rectilíneos, sino que implican retrocesos y avances según el carácter de las fuerzas que provocan el movimiento. Esto es así porque no todos los miembros de una sociedad tienen la suficiente ilustración acerca de lo que realmente está sucediendo, ya que las relaciones de fuerzas son siempre relaciones de poder y, por lo tanto, cambiantes e inestables. Relaciones en las que necesariamente intervienen el deseo y el interés.

Tercero, la tan anhelada unidad, tal como se concibe en nuestro medio, es imposible porque el poder es siempre lucha, confrontación y por lo mismo diversidad de estrategias.

Considerando lo anterior, uno se pregunta: ¿entonces para qué hablar de paz? La paz no es una cuestión de identidad absoluta o relativa. La paz es una actitud ante la vida que se origina en el reconocimiento de la necesidad de la diferencia. 

Ser diferente, pensar diferente no son solamente derechos, sino que es en esa diferencia y en las luchas que provoca donde se revelarán los caminos más adecuados para cada momento histórico.

La condición de que quienes están en la lucha, es que no tengan la idea de reafirmarse en lo que son, sino que estén dispuestos a cambiar en función de los desafíos que plantea el análisis de las realidades específicas y de los nuevos caminos que la lucha revela.

Evidentemente, quienes creen “estar en el poder” generalmente no reconocen el hecho de que están en lucha consigo mismos y también con quienes están en la diferencia. No reconocen que la estabilidad es relativa y el movimiento es lo absoluto. Así que, excepcionalmente, pueden ver qué está sucediendo realmente. Pero igual, muchos de los partidarios del cambio, que es la forma que adquiere el movimiento, generalmente también suponen que pueden imponer su voluntad a otros. 

De esto tenemos suficientes ilustraciones en Colombia, tanto de los grupos extremistas de derecha, como en los ultraizquierdistas, e incluso en los llamados centristas.

Hoy estamos ante una situación, sin duda complicada, y tal vez por eso muchos le exigen al presidente Petro que apresure las medidas y abandone su propósito de conciliar y darle participación a la oposición. Pero, como ya lo expresé, no es imponiendo a la fuerza nuestra forma de ver el mundo y de sentir la vida como lograremos cambiar y que los demás cambien. 

Si hacemos eso, ¿cuál sería entonces la diferencia con los anteriores gobernantes, con? Los guerrilleros y con los narcos, todos ellos obstinados en su propósito de imponer sus ideas y sus ¿Formas de vida a todo el resto de los habitantes de este país? 

Consideremos que la manera de vida no consiste solamente en buscar y tener mucho dinero. Ella implica costumbres, hábitos, comportamientos, maneras de relación con los otros, valores y principios, por cierto, muy distintos a los que tiene la mayoría de esos otros.

De esta suerte, esos cambios han de ser, en primer lugar, personales y en segundo lugar procesales. En consecuencia, la cuestión es de estrategias y tácticas, es decir, de relaciones de poder. Las estrategias siempre se refieren a un largo plazo al final del cual debería haber alcanzado profundas y muy bien cimentadas transformaciones en la forma de vida y de pensamiento en la mayoría de las personas. 

Pero entre estas estrategias y su éxito, están las tácticas que se refieren a cómo afrontamos las dificultades e inconvenientes -digamos-, inmediatos. Y es en esto donde siempre fallamos, porque tanto en la estrategia como en la táctica queremos empujar los procesos que las constituyen a ritmos y velocidades que no corresponden a las condiciones, formas de pensar y de sentir, aspiraciones y deseos de las poblaciones con las cuales trabajamos. Es eso algo que necesitamos cambiar con urgencia. 

Además, hay un viejo paradigma que nos impide avanzar: la idea de que los ricos están determinados por tal condición a no cambiar. ¿Es esta una percepción acertada? Las condiciones del mundo han cambiado: tenemos una crisis ambiental muy fuerte, las economías están entrelazadas, lo cual significa que lo que ocurra en un país, por pequeño que sea, puede afectar toda la economía mundial. 

La pobreza también crece paradójicamente en relación con el crecimiento de la riqueza, por la concentración de la misma en pequeños grupos de individuos, y esa paradoja ha generado un desbarajuste en los valores éticos y morales. 

Un solo ejemplo nos lo demuestran los delincuentes, los narcos y las guerrillas en Colombia que han asesinado, probablemente, tanta gente como Putin en Ucrania, o los norteamericanos en Vietnam o los Chinos en el Tíbet. Igual las relaciones entre trabajadores y capitalistas vienen modificándose, en un proceso lento pero continuo después de la Segunda Guerra Mundial y de las sucesivas crisis económicas y financieras de los últimos años. ¿No ha llegado entonces la hora de intentar cambios profundos en las relaciones de poder en todas las organizaciones y Estados nacionales? 

¿No ha llegado la hora de abandonar ese viejo criterio clasista según el cual el mundo cambiará, si ¿Cambian solamente los pobres? ¿Por qué excluir a los ricos? ¿Cuáles son las estrategias y las tácticas necesarias para lograr que se produzcan cambios en uno y otro sector? Todo esto es lo que está en juego, todo esto constituye la apuesta que nos desafía y nos estimula para encontrar nuevos modelos de relación entre sujetos, entre organizaciones y dentro de estas mismas y de cada sujeto en su interioridad. 

Todo esto es el fundamento de las nuevas luchas de poder y todo esto constituye la complejidad en la cual nos movemos. El momento exige participación comprometida. No exijamos lo que no hemos podido dar, habiendo tenido la oportunidad de hacerlo. Por el contrario, aportemos aún desde la oposición.

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