La democracia
Esta vieja palabra de origen griego, dice el Diccionario de la Academia, significa, “forma de gobierno en la que el poder político es ejercido por los ciudadanos”. También, que es la “doctrina política según la cual la soberanía reside en el pueblo que ejerce el poder directamente o por medio de representantes”. Va más allá el Diccionario al señalar que es una “forma de sociedad que practica la igualdad de derechos individuales, con independencia de etnias, sexos, credos religiosos, etc.”, como para reforzar el eficaz poder de la palabra.
Muchos siglos han corrido desde entonces. Y muchos han usado esta palabra, la han encadenado, como lo han hecho con la libertad y la justicia, y campantes van pregonando su “idea” de democracia. Lo hacen desde las más extravagantes convicciones hasta los más deplorables y mendaces ideales, pese a que en algunos de sus momentos de gloria una expresión democrática fuera considerada un delito, de pronto, sin mediar otro afán que el de alcanzar el poder como sea, van pregonando su alto sentido de la justicia, su dignidad de entregados héroes, de defensores del pueblo, de adalides de la ponderación, de la honestidad. Ahí está el caso de Pinochet, de Franco, de Stalin.
Asumo que la historia, la que habrá de contarse en unas décadas, los cubra de afecto, los convierta en verdaderos patriotas y los entronice en el altar de la patria, porque tuvieron el coraje de defenderla y de aprovecharse de su condición para enriquecerse casi hasta la vergüenza sin que nadie los llamara al juicio que requieren por sus demenciales actitudes, por sus culpas, por el aterrador cinismo con el que construyeron su prestigio. Y, claro, también por la patente capacidad histriónica de sentirse perseguidos, de considerarse víctimas cuando son victimarios, por su insania para ocupar los titulares de todas las noticias.
Sus voces, sus presencias, sus deslices van sembrando odios y hacen resurgir viejos tiempos. Otra vez el asesinato, los atentados, las amenazas, el descrédito, se asoman con fuerza sin que haya una señal ponderada que ahuyente el fantasma de la violencia contra los que piensan distinto, contra los que defienden la vida y los derechos, contra los que quieren que haya verdadera justicia, contra los que reclaman lo que otros les arrebataron con tanta perfidia. Ahí están acechando los que no quieren la paz porque ella les quita sus mezquinos argumentos, porque con la paz puede crecer un pueblo, puede educarse y ser diferente. Y eso es peligroso. Muy peligroso.
En ese juego del poder del pueblo y para el pueblo han corrido muchos oprobios y la historia con alguna frecuencia los recuerda. Son tantos los ejemplos que ahora parecería inoportuno recordarlos, pero ahí están. En la memoria de los pueblos deben estar todavía inscritos los fatales días que antecedieron al terror hitleriano, como los que ocurrieron antes de las dictaduras argentina y chilena, o para no ir tan lejos los que sucedieron antes y después del 9 de abril.
Al final, el significado de democracia que hemos presentado ¿podrá aplicarse entre nosotros? ¿Cómo ejercemos la democracia los ciudadanos colombianos? ¿En quién reside la soberanía? ¿Qué es la soberanía? ¿Quiénes nos representan y cómo lo hacen? ¿Cómo sabemos que nos representan y que nos defienden? ¿Cómo controlamos a quienes nos representan? ¿Sabrán quienes nos representan qué queremos y qué necesitamos? ¿Estará en peligro la democracia colombiana? ¿Qué hacemos nosotros por preservarla de los deshonestos, de los guerreristas, de los oportunistas?
Ramiro de Maeztu decía que “La ventaja de la democracia sobre las demás formas de gobierno es que no hay en la democracia una casta interesada en sofocar el pensamiento para que no se la discuta”. ¿Dónde estamos nosotros?