Por qué los multimillonarios como Bill Gates no pueden resolver los problemas que ayudaron a crear

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Bill Gates no ha cambiado. Ha cambiado su imagen pública. La pregunta es por qué esto tardó tanto en suceder.

Ilustración de Nicholas Konrad/The New York Times; fotografía de Nipitpon Singad / EyeEm vía Getty Images
Mundo |Por Linsey McGoey |Columnista invitada del New York Times | Opinión |
 Bill Gates no ha cambiado. Ha cambiado su imagen pública. Cada vez queda más al descubierto la conducta personal de Gates y su problemática gestión compartida de la Fundación Gates. La pregunta es por qué esto tardó tanto en suceder.

Durante años, la Fundación Gates ha sido administrada por un consejo inusualmente pequeño de fideicomisarios, conformado por Bill, Melinda French Gates y el inversionista multimillonario Warren Buffett.

La fundación fue creada en 2000, tras la fusión de dos organizaciones de caridad que se formaron en 1994, el año en que se casaron Bill y Melinda. En 2006, el tamaño de la fundación aumentó de manera significativa, cuando Buffett anunció que le daría la mayor parte de su fortuna de Berkshire Hathaway a la organización, pues aseguró que confiaba en la experiencia de Bill y Melinda para usar el dinero para bien.

Surgió una paradoja. Conforme crecía la fundación, menos gente parecía dispuesta a hacer preguntas complicadas sobre su hermética estructura administrativa o su inclinación a dar dinero a lucrativas empresas farmacéuticas y de tarjetas de crédito como MasterCard, a pesar del hecho de que regalar miles de millones de dólares a corporaciones acaudaladas sentaba un precedente inusual y problemático en el sector filantrópico.

Hablé por primera vez sobre este patrón de inundar de dinero a las corporaciones privadas mientras realizaba la investigación para mi libro de 2015, No Such Thing as a Free Gift: The Gates Foundation and the Price of Philanthropy. El principal argumento del libro era que los multimillonarios que crean sus fortunas por medio de prácticas corporativas que deprecian el valor de los trabajadores y profundizan la desigualdad —como la evasión del impuesto sobre sociedades, el pago insuficiente por enfermedad y la inmoral brecha salarial entre los ejecutivos y los trabajadores de sueldos bajos— no son la solución para los problemas que generan.

Lo planteé de esta manera: pedirle a Bill Gates que resuelva la desigualdad es como pedirle a un pirómano que apague tu casa con una manguera después de que acaba de prenderle fuego. Los filántropos tal vez tengan una gran cantidad de dinero para financiar el camión de bomberos y la manguera, pero el dinero proviene de hacer nuestras casas inhabitables en primera instancia.

No fue sino hasta cinco años después que los medios masivos se interesaron mucho en criticar la Fundación Gates, a raíz del importante reportaje del periodista de investigación Tim Schwab sobre los conflictos de interés en la organización.

Antes de eso, no se decía prácticamente nada. Si tras la crisis financiera de 2008 los grandes bancos de inversiones eran considerados “demasiado grandes para quebrar”, las megafundaciones eran demasiado grandes para someterse a escrutinio. En especial durante la recesión posterior a 2008, la necesidad de caridad fue más pronunciada que nunca, así que sonaba maleducado, incluso medio mezquino, cuestionar si los Gates en realidad sabían resolver los problemas del mundo tanto como lo aseguraban.

En el libro Winners Take All, el autor Anand Giridharadas acuñó un nuevo término para el enfoque filantrópico amigable con las corporaciones y basado en el mercado que han defendido durante años donadores como los Gates: “mundo mercado”. Giridharadas lo considera una fe mal dirigida a que una mayor cantidad de mercados puedan resolver la pobreza cuando, mientras más ricos se hacen los inversionistas en el mercado, más pobres nos volvemos el resto de nosotros.

Los dos Gates viven en el mundo mercado, aunque a veces es conveniente olvidar que Melinda también es una de los principales propietarios. En la cobertura mediática tras el anuncio del divorcio, Melinda ha sido retratada como el freno más “humano” del enfoque tecnosolucionista que tiene Bill frente a la salud y el desarrollo mundiales. Sin embargo, no creo que haya mucha evidencia de una división profunda entre ellos al momento de ver el mercado como una panacea.

La mejor evidencia que sí tenemos a la mano es el historial observable de la fundación, tanto lo bueno como lo malo. A fin de cuentas, los puestos más altos en la gerencia de cualquier organización son los responsables de sus operaciones, y ahí está incluida Melinda. Así que, cuando la fundación invierte fondos no reembolsables con preferencias tributarias en las farmacéuticas más ricas del mundo, o cuando defiende un sistema mundial de patentes que hace que los medicamentos de emergencia sean innecesariamente caros en las naciones ricas y pobres, la responsabilidad no solo recae en Bill, sino también en Melinda.

En abril del año pasado, hubo rumores de que la Universidad de Oxford estaba considerando ofrecer una vacuna contra la COVID desarrollada por sus científicos sin carácter exclusivo, lo cual habría posibilitado que fabricantes de todo el mundo la produjeran de manera más barata y generalizada. Sin embargo, como se informó en Kaiser Health News, “gracias a la insistencia de la Fundación Bill y Melinda Gates, Oxford dio marcha atrás. Firmó un acuerdo de exclusividad con AstraZeneca que le dio al gigante farmacéutico todos los derechos de la vacuna y ninguna garantía de precios bajos”.

El acuerdo dejó a mucha gente horrorizada. Parecía que la maniobra entraba en conflicto con la misión manifiesta de la Fundación Gates de mejorar el acceso a las medicinas en el mundo, pero no es ninguna sorpresa para quienes han seguido desde hace tiempo la proclividad de la fundación a tenderles la mano a las grandes farmacéuticas. Hace poco, Melinda le dijo al Times que los fabricantes de vacunas como Pfizer y AstraZeneca “deberían ganar una pequeña parte, porque queremos que sigan en marcha”.

Define “pequeña”. AstraZeneca no pago nada por la investigación básica de Oxford para fabricar la vacuna, pero la empresa ahora tiene los derechos exclusivos de distribución y espera ganar miles de millones de dólares del acuerdo que negoció la Fundación Gates.

Los dos Gates parecen estar sentados en el mismo banquete que las grandes farmacéuticas, engullendo una falacia central perpetuada durante años. De ahí la insistencia de las empresas por “cobrar precios astronómicos a fin de financiar la investigación y el desarrollo”, como lo dijo hace poco la representante Katie Porter, aunque “la cantidad que gastan en manipular el mercado para enriquecer a los accionistas eclipsa por completo lo invertido en investigación y desarrollo”.

Lo mejor que saldrá de un suceso triste como este divorcio es el reconocimiento de que nosotros debemos abordar los problemas actuales del mundo, nosotros, el pueblo —los miembros interdependientes de la sociedad mundial— por medio de la solidaridad y la ciencia compartida. No podemos cederles esta labor a filántropos poco fiables. Terminó la era de la deferencia hacia ellos, y ya era hora.

Linsey McGoey es profesora de sociología y directora del Centro de Investigación en Sociología e Innovación Económicas de la Universidad de Essex. Y autora de No Such Thing as a Free Gift: The Gates Foundation and the Price of Philanthropy.

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