Editorial: La luz del cambio

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Hasta ahora, 25 años después, el país se está dando cuenta del gran error que se cometió en la Constitución del 91, cuando bajo el pretexto de un deforme concepto de democracia se permitió que cualquier ciudadano colombiano, sin preparación académica alguna, llegara a los cargos de elección popular.

Este hecho, sumado al auge del narcotráfico en Colombia, atemorizó y espantó a mucha gente valiosa y preparada para el ejercicio político, y no el poder, sino el manejo del seudopoder en corregimientos, pueblos y municipios del país pasó a manos de los más osados y atrevidos personajes que sin conocimiento, preparación ni referentes se lanzaron y se tomaron por más de dos décadas los destinos de los pueblos de Colombia y sumieron a sus gentes al atraso, al desorden, a la improvisación, a la corrupción y a la miseria a uno de los países más ricos y privilegiados del planeta.

Esta absurda contradicción termina siendo permitida por una sociedad que, impactada de una parte por la violencia de un terrorismo irracional y de otra por un acceso a la riqueza y al dinero fácil, pierde el sentido de comunidad y actúa en individual llevado por el miedo y la desconfianza o por la avaricia y el individualismo.

Esa disgregación social terminó imperando pasada la violencia y terminó nivelando por lo bajo el conocimiento, el desarrollo y la política de todo un país, a la vez que consolidó en sus apoltronados cargos a gobernantes que con una falta de preparación, que raya en el analfabetismo se convirtieron en verdaderos emperadorcitos debido a otro mal estructurado concepto democrático: “la descentralización administrativa”.

De esta manera el país quedó sumido en un mundo de pequeños feudos con independencia económica y administrativa, donde cada gobernante hizo lo que quiso y sin talanqueras se fueron dando cuenta de que se podían hacerse ricos, y tal y como lo dice el contemporáneo filósofo francés Gilles Lipovetsky: “La ignorancia lleva a la servidumbre”, terminaron entonces los gobernantes de capataces y a las órdenes de los dueños del poder político o del poder económico, y como buenos sirvientes dedicados a hacer todo tipo de favores en función de sus amos y no de sus pueblos. Y haciéndose ricos con las propinas que recibieron por los cambios de uso del suelo, la expedición de decretos y la construcción de numerosas obras que quedan sin terminar o mal construidas a lo largo y ancho del país.

De ahí que en una Colombia con tanta agua, con tanta fauna, con tanta flora, donde todo germinaba, donde todo se producía, donde todo brillaba, no queden sino los recuerdos de esa bella época en la que el verbo era abundancia. Mientras que el verbo rector hoy del país es corrupción, y la corrupción no tiene sino un destino: la crisis. La misma que hoy Colombia sufre en todos sus frentes: familia, justicia, salud, educación, economía, medioambiente…

Todo en lo que hoy está el país es el resultado, en buena medida, de lo que se hizo, pero en un mayor grado, el país está como está por lo que se dejó de hacer y eso es en lo que hay que trabajar, por eso no deja de ser gratificante, valeroso y ejemplar la posición que han tomado los alcaldes de Zipaquirá, Luis Alfonso Rodríguez Valbuena, y Cajicá, Orlando Díaz Canasto, al actuar poniendo límites, pensando en sus gentes y en sus municipios, y soportando con razones y sin temores los embates del poder. Por asumir con seriedad y responsabilidad su compromiso como gobernantes. En torno a ellos deben cerrar filas las comunidades de sus ciudades, la provincia y el departamento, y apoyar a aquellos que realmente están marcando la diferencia en la región.

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