La encrucijada de la selección natural frente a las pandemias
Si los humanos quisiéramos enfrentar el umbrío bagaje que nos caracteriza, seríamos unos animales mucho más armoniosos con la biosfera y con nosotros mismos.
Si los humanos quisiéramos verdaderamente enfrentar el umbrío bagaje que nos caracteriza, seríamos unos animales mucho más armoniosos con la biosfera y con nosotros mismos, a la vez que menos ansiosos y menesterosos. Ahí es donde la endocrinología, en nombre de su subespecialidad más novedosa y promisoria, la endocrinología evolucionista (capítulo de la medicina evolucionista que aborda la salud y la enfermedad en el contexto de la evolución darwiniana), tal vez más que cualquiera de las otras disciplinas biológicas y médicas, tenga su mayor injerencia en el destino de nuestra especie y, por extensión, en el de todas las demás especies con las que compartimos este sorprendente planeta.
Conocer nuestro proceso evolutivo y desarrollo, en relación con su correlato hormonal y bioenergético, además de quizá dispensar nuestra nocividad, nos ofrece un enfoque de la salud y la enfermedad como resultado de una adaptación genética y autogestionada que promete ser de gran ayuda, no solo a la comunidad de biólogos y profesionales de la salud, sino además, a dirigentes políticos y religiosos, y al ciudadano en general. Prestos debemos estar, entonces, a entender mejor nuestras debilidades y fortalezas, las de una especie que evolucionó en y para condiciones bien diferentes -en tiempo, clima y espacio- a las de la vida moderna. Si conocemos cómo ha funcionado la evolución biológica y cuáles son algunas de sus consecuencias negativas y positivas, mejor preparados nos encontraremos en el segundo. Máxime si los fenotipos conductuales, morfológicos y fisiológicos no son productos finales, sino que también son capaces de alterar las presiones del entorno y viceversa.
De este modo, frente a las actuales epidemias de proporciones globales (sobrepeso, adicciones, miedo, indolencia, corrupción, coronavirus…), cada vez se hace más urgente conocer cuáles son sus mecanismos causales, prevenirlos y, claro está, contrarrestarlos. Más aún cuando tales pandemias, además de enfrentarnos a disyuntivas con consecuencias en términos adaptativos y a la coevolución ineludible huésped-hospedero, serán cada vez más multicausales y nocivas. En el caso del sobrepeso y las adicciones, por ejemplo, el entorno, la dieta, la oferta y la conducta, vigentes en la actualidad, mucho tienen que ver con su aparición y con la dificultad de su tratamiento. Algo parecido sucede con las epidemias infecciosas, donde la resistencia adaptativa del agente etiológico, el mal uso que hacemos de los tratamientos (antivirales, antibióticos, antimicóticos, antiparasitarios e insecticidas) y el hecho de habernos convertido en el más colosal, suculento e indefenso nicho a descomponer, hace que estas retornen cíclicamente, sean más difíciles de tratar y aumenten su virulencia (recordar que la función de los microbios e insectos es descomponer materia orgánica muerta e hipertrofiada o aquella con disfunción inmunitaria y endotelial).
Para las actuales y para las próximas crisis y pandemias (cambio climático, vulcanismo generalizado, choque de meteoritos asteroides y hasta virus informáticos) requerimos de un enfoque evolutivo, además de todo lo que hasta ahora se ha llevado a cabo. Más aún cuando nuestro organismo, resultado de una mezcla compleja de adaptaciones, todas las cuales tienen beneficios y costos, nos supedita permanentemente a tensiones, conflictos y cuentas evolutivas por pagar.
Y todo porque la adaptación de las especies (una de las caras de la evolución), como la extinción (la otra cara), operan de una manera que se ajusta a los tres postulados del darwinismo. Primero, los organismos no son genéticamente iguales, ni siquiera dentro de una misma especie, sino que ocasionalmente presentan mutaciones en algunos de sus rasgos. Segundo, dichas mutaciones pueden dar lugar a tazas diferenciales de supervivencia o éxito reproductivo. Tercero, si estas se van fijando y extendiendo a través de las generaciones, pueden producir casi todos los fenómenos evolutivos ciclo tras ciclo. De ahí que mutación-fijación a lo que atina o lo que privilegia, es a la eficacia reproductiva de la especie, es decir, propende por una mayor y temporalmente más dilatada adaptabilidad al entorno, no a la salud ni a la longevidad individual, ni mucho menos a la buena conducta, la moral o la ética. De ahí su denominación: selección natural (el principal mecanismo evolutivo formulado por Charles Darwin y Alfred Wallace). Denominación que, desde su formulación, se ha prestado a interpretaciones en detrimento, tanto de la biosfera como de los menos privilegiados de nuestra especie. Y ello principalmente porque la ciencia y las elites dominantes (los que pontifican y direccionan la educación) eludieron lo de la lucha (o voluntad de luchar y responder) de los seres vivos que bien explicitó está en el subtitulo de la magna obra de Darwin: El origen de las especies por selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida (subrayado nuestro).
Y es que lucha es la respuesta individual (o colectiva) contra todo agente estresante (ficticio incluido, como sucede en nuestro caso). De ahí que la estrategia de la que se valen los seres vivos, como ese nombre de preservación lo indica, es la respuesta de adaptación general o respuesta de estrés, tan en boga en la actualidad.
Nominación dada en la primera mitad del siglo XX por Hans Selye a la respuesta lucha-huida, acuñada por Walter Cannon, en cuanto se refiere a la capacidad que tiene el cuerpo para mantener y regular sus condiciones internas, en otras palabras, la homeostasis descrita por Claude Bernard a finales del siglo XIX, investigada al principio solo en humanos y animales de laboratorio, pero por fortuna hoy incluye a todo tipo de organismo, teniendo en cuenta a cada especie en correlación con su particular maquinaria molecular y a su propio modo.