Los “hermanos” venezolanos y la situación nacional
Ojalá esta fraternidad fuera real y dichoso sería que los colombianos no fuésemos tan xenófobos.
A todos los nacionales de los países fronterizos los llaman hermanos: hermanos venezolanos, hermanos ecuatorianos, hermanos peruanos, con excepción de los brasileros, talvez porque ellos hablan una lengua distinta y tienen culturas diferentes a las nuestras.
Ojalá esta fraternidad fuera real y dichoso sería que los colombianos no fuésemos tan xenófobos.
Así como en la década de los cincuenta del siglo pasado muchos colombianos, incluso familiares míos, tuvieron que emigrar a Venezuela para evitar ser asesinados, y allí recompusieron sus vidas, hoy muchos venezolanos han venido a nuestro país con la esperanza de mejorar sus condiciones de vida, ante el deterioro de esas condiciones en su país por efecto de la estúpida y brutal dictadura de Maduro y los militares venezolanos.
En verdad, un cierto número de ellos (me refiero a los venezolanos residentes aquí) pertenecieron a las hordas delincuenciales que se crearon en el vecino país tras el triunfo del ciego populismo de Chávez y sus amigos, como es también cierto que aquí encontraron sus cómplices, -las bandas de atracadores y asesinos, incluidas las escuelas de sicarios, que muchos han olvidado- con quienes se unieron para sembrar el terror y la inseguridad.
No obstante, este no es un motivo para ejercer la discriminación y la humillación con la gente venezolana, honrada y trabajadora, que es la mayoría y que también llegó aquí trayendo su experiencia, sus conocimientos y saberes e incluso en algunos casos su capital.
Nosotros no somos ni mejores ni peores que los venezolanos; simplemente pasamos, ellos y nosotros, por momentos muy difíciles, no solamente a causa de la pandemia causada por el COVID19, sino principalmente por los pésimos gobiernos de cada país, la corrupción de una casta politiquera que allá y aquí desaparece los dineros públicos, como los ilusionistas desaparecen las cosas en el sobrero, frente a todo el mundo, pero sin que la justicia encuentre nunca a los responsables de estos desfalcos o los castigue ejemplarmente cuando los identifica.
En realidad, la causa de nuestros males, aquí como en toda Latinoamérica, es la concupiscencia de una clase social extremadamente rica que ha hecho de la política y de los políticos, en la mayoría de los casos, una estrategia y un ejercito de títeres que trabajan y gobiernan para proteger y facilitar los negocios y negociados de esa casta social.
Mientras, por ejemplo, Corea del Norte, China, Vietnam y otros países que al comenzar la década de los sesentas eran países tanto o más pobres que nosotros, hoy son economías y culturas poderosas, porque fueron capaces de exigir a las grandes potencias que aportaran a su desarrollo tecnológico, científico y económico, los gobernantes colombianos lo entregan todo a cambio de nada, o mejor, a cambios de que esa casta social minoritaria pueda realizar exitosamente sus transacciones internacionales.
Este desbalance es tal vez la causa principal del empobrecimiento del pueblo colombiano.
Así las cosas, no hay porque descargar nuestra amargura en los venezolanos.
Si bien junto con los trabajadores e inversionistas del país vecino que llegaron a nuestra tierra, arribaron también miembros de las mafias y las bandas criminales de Venezuela, debemos considerar también que, si no hubiese existido un grado tal de descomposición ética y social en nuestro país, esas mafias y bandas no hubiesen podido actuar en nuestro territorio, como no han podido hacerlo en países como Uruguay, por ejemplo.
Pienso que el problema central es ese: la descomposición política, ética y social que se intenta cubrir acusando nuestros vecinos del oriente colombiano.
Hay una oportunidad cercana para empezar a eliminar esa horrorosa enfermedad que padecemos. Se trata de los próximos comicios, pero es muy importante que comprendamos que para que este próximo proceso electoral sea distinto y produzca efectos renovadores y transformadores, no se puede volver a caer ni en elegir a los mismos, ni en reducir nuestra participación al simple acto de votar.
Debemos y tenemos que organizarnos políticamente para participar efectivamente en la elaboración de programas y proyectos, en las discusiones para esclarecer el rumbo que Chía debe tomar, en nuestra propia formación para poder comprender las causas de nuestros problemas y las posibilidades de acción que tenemos para resolverlos.
En fin, tenemos que volvernos todos, desde el más pobre hasta el más rico, desde el menos estudiado hasta el más instruido, desde el más joven hasta el más viejo, ciudadanos activos, participativos, convencidos de debemos coadministrar nuestros recursos y nuestro dinero, -porque el llamado “tesoro público” es de todos nosotros-.
Entonces la cuestión es empezar a trabajar en la construcción de esa organización desde abajo; es decir desde los barrios y veredas y desde las distintas organizaciones sociales y gremiales. Solamente una organización social fuerte puede parar el desenfreno de los politiqueros y cambiar el rumbo del desarrollo municipal.