Los sinuosos caminos de la democracia participativa
Ella obliga a la intervención de los ciudadanos en todas las actividades confiadas a los gobernantes para garantizar la satisfacción de la población.
Todavía nos escandalizamos y nos asustamos, nos indignamos y nos rasgamos las vestiduras como si fuéramos extranjeros en nuestra propia tierra, como si acabáramos de llegar de otro mundo, como si no supiéramos que cada hecho tiene sus efectos y que la sumatoria del actuar de todos, tiene estas consecuencias.
Pero hace tanto ocurre lo mismo, que finalmente aplica el refrán “tanto va el cántaro al agua que al fin se rompe”. Se rompe por la avaricia de unos, la envidia de otros, el miedo de todos, la violencia encubierta que llevamos dentro y aquel sin sentido por el que los jóvenes se están haciendo matar, porque en últimas lo que no hay aquí es justicia.
Y donde no hay justicia no hay reglas y donde no hay reglas hay caos. Y es ahí donde estamos, porque sin justicia no habrá tabla de salvación, y el remedo de justicia que existe hace las veces de trampolín donde rebota la corrupción a mejores cargos, más grandes negocios y mayores fortunas, mientras se premian con dádivas y sin ningún pudor se negocia con el caos.
En esa orgía de incongruencias que vive Colombia, donde la violencia, el arte, la música y el sacrificio humano se abrazan en una sola danza, la reina de este carnaval no es otra que la mentira, acompañada como siempre de sus mejores y más fieles cortesanos: la trampa, el engaño, la verdad incompleta, la manipulación y las falsas promesas políticas como cerezas del pastel. Sí, la semilla madre de nuestra sociedad (establishment) está enrarecida, y ¿qué otra cosa se puede esperar sino la germinación de la insatisfacción y el descontento?
Para entender esta reacción hay que recordar que nuestra Constitución Política consta de un preámbulo, de 13 títulos, 380 artículos y 67 más transitorios que regulan los derechos y deberes de los ciudadanos y abarca los principios fundamentales de la organización del Estado y su gente. Y también recordar, que los tres artículos iniciales del primer título (De los Principios Fundamentales) de nuestra Carta Fundamental, hacen referencia de manera prioritaria y primigenia a la democracia participativa como principio, finalidad y forma de gobierno en Colombia.
Dichos artículos (dice la SENTENCIA C – 585 / 95) exigen la intervención de los ciudadanos en todas las actividades confiadas a los gobernantes para garantizar la satisfacción de las necesidades crecientes de la población.
Pero la verdad hace tiempo, de buena fe o en forma ingenua, por desidia o por torpeza (seguramente un poco de todo), la ciudadanía entregó el rumbo del país, su territorio y riquezas a un puñado de políticos y funcionarios públicos cada vez con menos habilidades y menos preparación y experticia; sin llegar a solicitar cuentas ni hacer valer sus derechos y su mandato.
Esta falta de presencia y participación ciudadana llevó a los funcionarios a aumentar sus beneficios, a retroalimentar y empoderar sus egos, su poder y sus fortunas a costa de falsear la democracia participativa.
Pero ¿cómo se concibe esa participación ciudadana?
Este asunto se aclara básicamente en dos leyes, la 134 de 1994 “que dicta normas sobre mecanismos de participación ciudadana”, y la Ley 1757 de 2015, que establece disposiciones en materia de promoción y protección del derecho a la participación democrática.
Según estas leyes, la participación ciudadana que ordena la Constitución consiste en la capacidad de “…incidir o influir en la gestación, discusión, formulación de respuestas, ejecución de las mismas y control del proceso, intentando transformar la gestión pública para que esta responda a los intereses colectivos” (Vargas, 1996).
La participación ciudadana no solo se reduce a ser informado, el concepto se extiende a opinar y ser consultado frente a alguna situación. Además, plantear problemas, gestionar propuestas y proyectos, controlar procesos e intervenir en las decisiones que, sobre la vida civil o ciudadana, busca tomar el Estado.
Sin embargo, y pese a lo que dicen los gobernantes, las instituciones, los funcionarios públicos, la Constitución y las leyes, la participación ciudadana está reducida a su mínima expresión. Por una parte, a causa del desconocimiento e ignorancia frente a sus deberes y derechos constitucionales y, por otra, por la manera como la mayoría de los políticos y funcionarios públicos ejercen la autocracia en sus pequeños feudos de poder, mintiendo, trampeando y cambiando normas y leyes para abusar del ciudadano en particular, y apabullar a la sociedad en general.
Hay que tener claro, que esta permanente y cotidiana práctica de quienes ejercen la institucionalidad, solo pueden ejercerla en la ausencia de la dama ciega, la justicia. Y ese agujero negro en que se convierte la injusticia, lo absorbe todo, lo destruye todo y terminará acabando con nuestra precaria democracia. A menos que se haga algo.
De ahí la necesidad de que la ciudadanía se empodere del país y conozca sus derechos y deberes ciudadanos, como el derecho a conocer y a incidir en las decisiones del Estado y el deber de hacer control político de funcionarios y gobernantes.
Si la ciudadania hiciera esta tarea de manera colectiva, juiciosa y responsable y aprendiera a utilizar los recursos que le da la constitución para el control y construcción de un mejor país. La atención de la población no tendría que estar dedicada a la protesta, la marcha y la violencia, sino a fines más elevados y productivos para las comunidades del país.
Esto a su vez, tambien enseñaría a premiar con el voto, a aquellos que lo han hecho bien y han sido coherentes, comprometidos y decentes. Y castigar, negándoles todo apoyo a quienes han incumplido sus promesas, afectado a la ciudadanía por acción u omisión de sus decisiones y actos, y a quienes hayan dilapidado o aprovechado en beneficio propio los recursos del erario público. En estos urgentes asuntos ¡Es el ciudadano quien tiene que dar primero el paso!