Los días de cualquier causa
Mañana es el Día del Trabajo y no hay trabajo. Es una de las paradojas que nos definen.
Los comerciantes tienen trabajo a medias, lo mismo que los migrantes venezolanos. Tampoco trabajan los que programan música y sirven cerveza en los rumbeaderos. Los albañiles construyen a empujones, unos días no, otros tampoco. Las señoras del servicio acuden, de milagro, cuando las señoras de la casa muerden algo de la ganancia del marido.
Celebran el Día del Trabajo los médicos y enfermeras del coronavirus, que están ellos mismos de cuidados intensivos. También los banqueros y sepultureros, gremios que viven de la muerte y de las deudas ajenas. Los mensajeros domiciliarios, de moto o bicimoto —ese engendro del ruido—, no cesan de trabajar mientras la ciudad desespera encerrada o los esquiva en los andenes de la contravía.
Sumando y restando, no es mucho lo que hay que celebrar en el Día del Trabajo. Sucede igual con el Día de las Víctimas, que son la quinta parte de la población y a las que muy pocos reconocen como símbolo de lo que nos pasará a todos. Ni que decir del Día de los Niños, a los que se les están legando las migajas del planeta.
Todos los días son día de algo o de alguien. Quienes les dan nombre a estos días quieren sumar más paradojas a la definición de lo que es ser colombiano. Por eso hay día del héroe y de la empanada, del maestro y de la economía naranja, del delfín y del títere, de la tierra y del fuego. A nadie se le niega la condecoración.
De tanto aporrearlos en tantos años, hay días cuya conmemoración se acabó o tuvo que ser desdoblada. El de la Secretaria pasó, de agotar rosas, a casi desaparecer ante el auge de computadores, call centers y celulares. El de los novios se partió en Amor y Amistad para ampliar el rango de compradores de regalos.
El más perseverante es el Día de la Madre. Nació intocable, desde cuando se instaló en la melcocha sentimental de varias generaciones acunadas con la voz de Daniel Santos preguntando a los muchachos, antes de marchar para la guerra, quién socorrerá a “mi pobre madrecita que es tan vieja”.
Los innumerables días dedicados a innumerables causas se volvieron epidemia cuando organismos de Naciones Unidas y otras augustas instituciones benéficas dieron en la costumbre de tocar la conciencia y sensibilidad del mundo con semejantes asignaciones. No fueron originales.
Ya la religión había copado cada fecha del almanaque con los nombres estrafalarios de santos, mártires y vírgenes. La humanidad se cansó de bautizar a sus críos con lastres como Telésforo, Abdón, Agripina o Adeltrudis. Se volcó entonces a los modernos Brayan, Estiven o James. Y nadie sabe quién terminó ganando.