Con los POT no todo vale
Los presuntos actos de corrupción cometidos a través de los planes de Ordenamiento Territorial (POT) en varios municipios de la sabana de Bogotá, podría terminar en otro escándalo similar a los que hoy sacuden el país.
Presionados por sus entendibles deseos de progreso y la aplastante fuerza que sobre ellos ejerce tener como vecina a la capital, estos municipios han mutado hacia ciudades dormitorio y consolidado un asentamiento industrial de tal magnitud que el impacto en su sistema social –demografía, movilidad, servicios, suelo, etc.– es más que palpable.
Según la Fiscalía, y conforme a requerimientos del senador Carlos Fernando Galán, en al menos 15 municipios de la Sabana hay evidencias de actuaciones administrativas que, valiéndose de modificaciones del POT –norma que determina la formación estructural de los centros urbanos–, han permitido el enriquecimiento de particulares y funcionarios públicos mediante el otorgamiento de licencias que cambian el uso del suelo rural y urbano. Así, predios de eminente vocación agrícola, por ejemplo, pasaron de un plumazo a ser urbanizables, lo cual disparó su valor en miles de millones de pesos, posibilitó la construcción de complejos habitacionales sin precedentes y propició una rapiña para hacerse con terrenos por años pertenecientes, entre otros dueños, a familias campesinas y cuyos nuevos propietarios ven hoy como un lucrativo negocio.
Las consecuencias no se hicieron esperar. Además de su impacto en el territorio, varios proyectos presentan problemas al ubicarse en zonas destinadas a otros fines; las subdivisiones no corresponden a lo establecido en las normas, no cuentan con sistemas de tratamiento de agua, ni con vías apropiadas para la demanda de tráfico ni con espacios públicos dignos para la gente. Hay casos aberrantes, como solicitudes para la prestación de servicios públicos en proyectos de 100 viviendas, cuando la viabilidad solo da para nueve. Entre los involucrados figuran exalcaldes, concejales, familiares de funcionarios, empresarios y contratistas. Uno de ellos firmó, entre el 2008 y el 2011, convenios por más de 20.000 millones de pesos con el municipio de Mosquera. En el despacho del procurador Fernando Carrillo reposa otra solicitud de investigación contra un exalcalde de Tabio que, mediante la modificación del POT, convirtió 80.000 metros cuadrados de suelo rural en urbano, pese a la negativa del Concejo. El exmandatario lo adoptó por la vía del decreto, y el predio pasó de costar 1.600 millones de pesos a 81.400 millones, reza la denuncia.
Hechos similares se repiten en Madrid, Mosquera, Chía, Cajicá, Funza, Tocancipá y otros municipios. Las denuncias permanecen hace varios años en la Unidad de Delitos contra la Administración Pública de la Fiscalía y la Procuraduría Provincial, y solo ahora comienzan a moverse, en buena medida por la presión de los medios.
No se trata de evitar el progreso de los municipios, mucho menos cuando Bogotá ha hecho poco para frenar tales densificaciones. Tampoco, de convertir los POT en enemigos de las administraciones; por el contrario, constituyen una valiosa herramienta para definir la regulación del suelo, la distribución de recursos, la construcción de infraestructura y la protección ambiental, entre otros puntos.
Por eso ahora, cuando se está en la segunda estructuración a fondo de los POT en el país, el riesgo de que ello no se haga con cuidado podría traer consecuencias insospechadas para el futuro de las ciudades. Urge una veeduría a todo nivel de los planes parciales de expansión: desde los cabildos, consejos territoriales, órganos de control, las corporaciones autónomas regionales (CAR) –que mucho tienen que explicar sobre lo que viene pasando– y desde la misma ciudadanía, para evitar que tales instrumentos sigan siendo la caja menor de funcionarios y particulares corruptos.
Es un problema complejo, que obliga a volver la mirada sobre la forma como el país y sus municipalidades vienen concibiendo el desarrollo urbano. Mientras que las agencias multilaterales llaman a emprender acciones concretas de cara a una nueva agenda urbana que prioriza la equidad y sostenibilidad de estos entornos, el país no logra consolidar una política en tal sentido, y la debilidad institucional de muchos municipios es evidente.
Hay que retomar iniciativas que de tiempo atrás promueven el fortalecimiento regional a través de la innovación, la tecnología y las buenas prácticas, más allá de egos y personalismos; ahondar en estrategias que concilien intereses y proyecten la potencialidad que enmarca a la sabana de Bogotá. Lo demandan estos tiempos y las generaciones futuras.