De campeonatos y otras pelotudeces

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En esta columna el reportero de ciudad entra gambeteando las palabras al mejor estilo de Yerry Mina. Y con soltura y ritmo lleva su historia a la cancha existencial del momento histórico que vivimos y concluye con toda una reflexión

Yerry Mina, futbolista colombiano, defensa en el Everton Football Club. Nació en Guchené, municipio del Cauca y tierra de gigantes. Foto: LatinGoles.
Por Juan Manuel Navarrete Acosta | Reportero de ciudad | Opinión

 Dentro de mis confesiones repentinas y a secas, he de reconocer que no soy precisamente uno de los más versados ni fiel seguidor del rentado nacional local y en general, tampoco del de ningún otro de terruño adyacente o lejano, por no decir que de fútbol no tengo mayor conocimiento ni apego.

Sin embargo, y en aras de la verdad, también he de aceptar que sagrada y cuatrienalmente me veo capturado de facto y sin reparos por los pormenores que rodean los vericuetos deportivos del dichoso mundial, sus protagonistas; entre ellos, muchachos sencillos como el de Guachené con casi dos metros de estatura a cuestas piel tostada más que a término medio, o minigigantes como el pequeño gran argentino de barba rojiza y rasputinesca, o con sus otros figurones, algunos insoportablemente inflados y ampulosos como C7 y cientos más de ejemplares de la fauna balompedística que se gana la vida a las físicas patadas.

“Siii si Colombia, siii si Caribe…”, se oye unos minutos antes del pitazo inicial, que da comienzo a las expectativas nacionales de cada corazón, enraizado en el deseo de ver triunfar a su onceno “con garra y categoría, con esa jerarquía que viene en la sangre de su raza”, según afirman quienes atizan el fuego emocional del populus con verbo enardecido desde los entornos del micrófono, sin necesidad de tapabocas.

Y así las cosas, el pasado viernes no fue la excepción. Caían los primeros minutos del cotejo contra los vecinos portadores de la diáspora y de la vino tinto, cuando vino lo que a muchos nos atravesó el corazón de dolor, impotencia y solidaridad. En un movimiento repentino de defensa por impedir la entrada de uno de los ágiles y buscando un despeje forzado que alejara el inminente peligro, cayó el Santi Arias con su tobillo izquierdo fuera de serie, pero fuera de lugar.

Confieso que su dolor, lo sentí corazón adentro, como propio, con esa rabia que da la impotencia de no poder hacer nada ante una realidad que paraliza el tiempo, la naciente oportunidad de mostrarse como uno de los grandes, y el pundonor de guerrero tirado con su honor y sin capa ni armadura, por el frío piso de la cálida arenosa.

No quiero parecer débil ni sensiblero, pero en ese instante vino a mi mente la imagen de ese hijo o hija que lucha en cualquier campo de la vida, con decoro, con ardor y valentía, sin miedos ni cobardes temores, llevando sobre sí el peso específico del honor y la responsabilidad del compromiso y la palabra empeñada al emprender la justa. Y sentí tristeza, pensé en lo peor. No tardaron en comenzar a llegar por WhatsApp los comentarios y dudas de amigos y familiares que preguntaban sobre el diagnóstico y el futuro en vilo de su carrera profesional.

Cómo se pierden de cosas tan valiosas de un momento a otro. Sin reservas, sin elusión al destino inexorable, sin fórmula de juicio, así como también, de otro momento a uno, la vida de tantos muchachos de la patria desaparece del presente, en silencio, sin dejar más huella que el vacío frío y duro de quienes van quedando a solas a la vera del camino.

En el instante en que se observa la salida del héroe del terreno de juego en camilla y sin la esperanza de volver pronto, pensé: “y qué será de aquellos otros tantos que han caído en la cancha de la vida donde protagonizaban sus propios encuentros con sus propios destinos”, los soldados, los policías, los estudiantes, los de la calle, los que se levantaron en disidencia, los que se encapucharon y los que no, los adictos que perdieron la batalla contra la sobriedad y el equilibrio, o aquellos que sucumbieron de cualquier forma ante los avatares de lo ignoto en un golpe de dados.

Esos no tuvieron televisión en directo ni asistencia inmediata, perdieron el partido sin revisión del VAR ni discusiones y si acaso, a unos pocos se les mencionó como caso aislado producto de la fría tempestad del alma que anida en muchos.

Así como sentimos como propia la caída del Santi en la batalla, deberíamos sentir como se pierden día a día tantos jóvenes que no alcanzan a llegar a los noventa reglamentarios, tantos partidos que se quedaron sin jugar, tantas ilusiones enterradas en la grama de un futuro que no alcanzó a llegar. Pensemos en la correcta formación y estructuración de nuestros jóvenes desde que son niños y hagamos lo que esté de nuestra parte por asistirlos en el campeonato mundial de sus destinos y sus vidas, sintiendo sus fracturas, sus esguinces, sin indiferencias, sin egoísmos, sin pelotudeces…

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