La paz sea con nosotros

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El problema no es la expansión de la democracia, sino su cualificación.

|Por Alberto Conde Vera | Columnista EPDC | Opinión |

Estamos en época preelectoral y también prenavideña: apenas falta menos de un mes para la Navidad y los grupos políticos -exagerado llamarlos partidos- se encuentran en plena campaña con la tradicional agresividad que los caracteriza, especialmente los llamados derechista e izquierdistas. 

En realidad, es como si creyeran que quien más insulte a sus contendores mejores resultados obtendrá. 

Creencia que se desprende del supuesto de que el pueblo es bruto e ignorante. Pero como decía Estanislao Zuleta la ignorancia no es un vacío, sino un llenado de algo distinto; además, si el pueblo fuera bruto, como piensan algunos, las empresas fracasarían, o ¿quiénes son los directos responsables de la ejecución de las tareas productivas? Deberían entonces, en uno y otro caso, preguntarse qué es lo que hay en la cabeza del pueblo. 

Pero parece que eso no les importa ni a unos ni a otros. Creen que la verdad está inscrita de manera absoluta en sus cerebros, pese a que la realidad, cada vez más angustiosa para la mayoría de la gente enmarcada en el calificativo de “pueblo”, indica que ellos, los políticos, no logran entenderlo.

Pese a esta circunstancia, unos y otros salen a pregonar la expansión y perfeccionamiento de la democracia, como si la democracia no requiriese de una transformación de las subjetividades en todos los estamentos o estratos de esta descompuesta sociedad. 

Es como si la participación fuese un simple acto electoral y no el vehículo fundamental para esa transformación individual y social. El problema no es la expansión de la democracia, sino su cualificación.

La guerra no está solamente en los campos de batalla donde se enfrentan los uniformados; también está en muchas empresas, instituciones y familias. Entonces, ¿cómo será posible esta transformación, si aquellos que se consideran fuera del círculo del pueblo se piensan y se sienten los buenos frente a los “vándalos” que protestan o que sufren el hambre y la soledad absoluta en sus barrios y en sus hogares? 

Cuando hablamos de subjetividad, hablamos de eso; de cómo nos subjetivamos cada uno frente al otro y frente al mundo, y como objetivamos a los otros.

¿Por qué, si no es así, hablamos con un aire de superioridad frente al campesino, o al indígena, o al obrero o al habitante de los barrios más pobres? Y ¿por qué los más ricos siempre piensan que es el trabajador quien debe sacrificarse para salvar la economía nacional en los períodos de crisis? Acaso, ¿los sabios no se equivocan? Veamos la realidad del mundo y del país para responder este interrogante.

Así pues, sin esa transformación de la subjetividad no podemos hablar de paz y mucho menos hacernos a la ilusión de que pronto la conseguiremos. 

Pese al esfuerzo realizado por el anterior gobierno e incluso por actual, en la medida en que sus miopes visiones se los ha permitido, la violencia y la crueldad emergen casi incontenibles por todas partes. 

Violencia fundamentada en un sentimiento de venganza, en un profundo desprecio por la vida, incluso por la propia, la de cada sujeto que participa en ella y que está dispuesto a sacrificarla por un momento de placer en una cantina o en un prostíbulo, o a costa del sufrimiento de una mujer, o también por unos tenis, un celular o una bicicleta, o para llevarle una nevera o unos muebles a la madre que dicen amar. Esto es parte de la realidad que los políticos desconocen.

Somos un país con una enorme diversidad cultural y social: cada región del país tiene una caracterización bien acentuada y diferente a las otras. Socialmente también nuestras diferencias son muy profundas. 

Hay una minoría que fácilmente es dueña de cerca del 60% del capital nacional mientras tenemos una mayoría que está constituida por los que apenas tienen lo necesario para sobrevivir; en tanto que, además, un 20% ni siquiera alcanza a tener esos mínimos. 

Pero esa enorme diversidad y esas enormes diferencias no han sido captadas, ni mucho menos entendidas por los gobernantes. Si no, ¿cómo es posible que año tras año veamos grandes derrumbes en las carreteras e inundaciones en los pueblos campesinos sin que se haga algo por evitarlas? 

¿Cuáles son las prioridades de esos gobiernos? ¿Dónde están los comités de prevención de desastres en los municipios, los departamentos y la nación? ¿Qué presupuestos manejan? 

El potencial agrícola de Colombia es inmenso por la diversidad de los suelos, de los climas y de la riqueza acuífera, entonces, ¿por qué no se ha tecnificado la agricultura y la ganadería sigue siendo extensiva? Sencillamente porque no hay voluntad política de desarrollar el país, sino de favorecer los interese de los grandes industriales, de los banqueros y los terratenientes. 

¿Podríamos decir que este es un enfoque correcto para sacar el país de la crítica situación que ya cubre, no sola ni principalmente la economía, sino también la ética, la política y la institucionalidad en general? Evidentemente no. 

Tampoco es la minería nuestra salvación. Si no lo fue para Venezuela que tenía y tiene aún los mayores recursos de América en este campo, ¿por qué habría de serlo para nosotros que no somos tan ricos y cuando esta industria está amenazando la vida en los páramos y contaminando nuestros ríos, y cuando además tenemos una corrupción galopante que convirtió la política en un mal, rechazado enfáticamente por el pueblo colombiano? 

En realidad, todo esto demuestra que el problema no es electoral, sino que este va más allá de esa mezquina lucha por los votos, buscando el control del aparato estatal. 

El poder son las relaciones de fuerza establecidas en el país, donde siempre los dueños del capital están ganando, porque su dinero es la fuerza que impulsa a los candidatos de su predilección y donde los trabajadores de todos los niveles se comportan movidos por la necesidad inmediata de dinero, en unos casos, y por el miedo a lo que hoy sí, con mayor énfasis, podemos llamar el fantasma del comunismo.

¿Por qué la obsesión de la llamada izquierda democrática por la presidencia, si los dos factores de poder más importantes son la gente del común organizada, consciente de las causas de su desgracia, por un lado, y los órganos colectivos de elección popular, por otro?

Esta no es una posición extremista; es la necesidad de devolverle al parlamento y a los organismos colectivos de dirección municipal y departamental el poder que necesitan para organizar la casa mayor, desde sus municipios y sus departamentos. 

Por eso son absurdas todas esas alianzas que hoy observamos y que no es la primera vez que se presentan.

La llamada izquierda debería unirse en un solo bloque con el fin de lograr la mayoría en todos los organismos colectivos de elección popular, para poder demostrar claramente que su propósito no es establecer un gobierno socialista, ni mucho menos comunista, sino realmente democrático que facilite el pleno desarrollo de todas las fuerzas productivas del país. 

De ese país que requiere múltiples reformas y todas deben pasar necesariamente por el parlamento, las asambleas y los consejos, según la jurisdicción de que se trate. Así que no hay que desgastarse en elecciones presidenciales, por ahora.

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